Nicaragua: Iglesias bajo fuego

«En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!». Monseñor Romero. San Salvador, 1980.

¿Quién puede olvidar el brutal asalto a la iglesia de la Divina Misericordia de Managua, aquel julio de 2018? Quince horas infinitas de plomo sobre bloques, ventanas, imágenes religiosas: fusiles automáticos, rifles de precisión, ametralladoras, escopetas tácticas y hasta un lanzagranadas retumbando contra estudiantes, monjas y sacerdotes acorralados. Así responde la maquinaria Ortega-Murillo contra las voces críticas de la población; así castiga toda garganta profética que se atreve a desafinar el coro oficial. Este 13 de julio añadimos siete años a esa herida que aún clama justicia, memoria y dignidad.

Por eso me resuenan aún las palabras de monseñor Romero, San Romero de América: “…les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!”. Su eco trepa las paredes de la capilla donde lo asesinaron, y en mi memoria se mezcla con el grito exiliado de monseñor Silvio Báez: “¡Basta de violencia!”. Emitir la voz crítica ante el poder, como lo hiciera Romero, nunca fue un ejercicio de cortesía eclesiástica, sino de desobediencia ante la injusticia.

En algunas dictaduras de Latinoamérica, algunas iglesias, o integrantes de estas, han ejercido un rol crítico: revelan la fragilidad del tirano y la dignidad del oprimido. El Concilio Vaticano II redescubrió a la Iglesia como Pueblo de Dios, convocando a leer “los signos de los tiempos”. La Conferencia de Medellín (1968) le añadió acento latinoamericano: opción preferencial por los pobres y denuncia de las “estructuras de pecado”. La Teología de la Liberación tradujo esa palabra en práctica y pagó el precio: sacerdotes asesinados, comunidades de base estigmatizadas, etc. Medio siglo después, el Papa Francisco toma el relevo y nos invita a “rehabilitar la política, que es una altísima vocación, […] una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común” (Fratelli tutti, 2020). Su propuesta trasciende los muros confesionales: convertir la Iglesia en escuela de fraternidad que construye ciudadanía y en conciencia incómoda frente a los proyectos de poder que manipulan al pueblo, que lo rebajan a simple cliente, o en víctima de la represión.

Frente a este escenario, la memoria se vuelve un antídoto. Recordar cada hecho vivido, cada número, cada nombre y cada cántico sofocado no es nostalgia militante: es condición de justicia. Cuando el Papa Francisco invita a “rehabilitar la política” como forma de caridad, señala justo el hueco que la dictadura pretende tapar. Solo una ciudadanía que defienda integralmente sus libertades (de credo, de palabra, de asociación, de participación) puede reconstruir su sociedad, su Estado, su política, sin pedir permiso al verdugo.

La tarea es incómoda porque obliga a saltar de la indignación tuitera a la acción colectiva, en particular para quienes estamos más alejados de las garras represoras: levantar archivos ciudadanos, documentar abusos, tejer redes de solidaridad y, sobre todo, desterrar el silencio dócil. Cuando toque callar frente al opresor, que sea un silencio táctico; la voz, la conversación y la coordinación deben seguir latiendo entre quienes comparten este empeño crítico y resistente de vivir dignamente en libertad.

Cada vez que alguien recuerda y cuenta el ataque a la Divina Misericordia que cobró la muerte de Gerald Vázquez y Francisco Flores; que rememoran los crímenes en su barrio, la nacionalidad que nos arrancaron o la procesión convertida en delito… Cada vez que la memoria cobra vida se abren grietas en el poder represor. Y en esas fisuras, contra todo pronóstico, germina una esperanza cívica que ni fusiles ni decretos han logrado sepultar.

Artículo publicado el 11 de julio de 2025 en Divergentes.

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